Teoría y práctica de lo absurdo
El arrocito que me salvó de la anorexia. Vila-real. 2012
A pesar de disponer de otros ordenadores, con pantallas de considerable tamaño, disfruto sobre manera del poder y movilidad de un ‘mediano’ “notebook” con monitor de diez pulgadas. Voy con él a todas partes, desde el inodoro a la casa de campo y del campo al inodoro, pasando por la cocina. Me aporta relación familiar, después de cenar, en el sofá, en torno a la televisión consulto, comento, comparto con quienes estén en el momento sobre lo que su destreza y sabiduría me aporta, allí, sin moverme, sin esperar a que abra sus puertas la Biblioteca Municipal de mi ciudad.
Dicho esto y para que no se entienda mal, aclaro, disfruto con un libro entre mis manos, me encuentro al alcance de unos cuantos y ellos mismos de mí, es otro modo de disfrutar de esa gran cosa que es la lectura, es: el modo, con más concreción y sin necesidad de toma eléctrica. Aunque la solemne compañía de un entorno rodeado de estanterías con libros en pleno uso -de lectura, de estudio o de consulta-, hace aun más encomiable la poderosa aportación de ese ‘minúsculo’ aparatito que tantos placeres es capaz de darme sin descanso. Estoy loco por él.
Hace solo unos días me dio por los cálculos matemáticos, las relaciones de tamaño entre unas y otras cosas comenzaron a preocuparme a raíz del recuerdo –y es que me cabreo cuando releo- de unas declaraciones políticas referidas a bregar con un artefacto de estas dimensiones. Un ciudadano vila-realense con cargo importante en la ‘cheneralitat’, de tendencia ya se sabe, rechazaba una cantidad importante de ordenadorcitos de estos que el gobierno central, de tendencia la otra, pensaba enviar a las dependencias “chès” para ser utilizados por el alumnado.
La razón argumentada para tan sonora patochada fue que se iba a producir una nueva generación de miopes por el uso de tan diminuta herramienta, al tener que forzar a diario la visión para la lectura de tan pequeños textos. Al recordar aquella triste historia de prepotente rechazo de un artefacto, que hoy me tiene subyugado, se me metió un miedo en el cuerpo que me quitaba el apetito, lo que nada mal me vino por unos días; y aunque me hacía temblar la preocupación de no recuperarlo jamás, indagué buscando contrastar aseveración tan radical.
Armado de una humilde tira de papel y un pequeño lápiz, marqué con dos cortos trazos la dimensión de una vocal del tamaño de tipo que por defecto me aparece en Word, trasladé la medida a las páginas de un libro –en concreto El Principito- y sorpresa: eran iguales, y hasta ahora, con montones de periódicos, revistas y libros leídos no me he quedado ciego. Desde hace veinte años, cuando cumplí cuarenta, cuando ni existían los ordenadores –en casa-, uso gafas, apenas he aumentado su graduación y ni tan siquiera tengo miopía. De inmediato, y siendo lunes, me puse a guisar un estupendo arrocito caldoso, porque paella comí el domingo.
Hoy, gracias a la ‘libretaordenador’, me apetece escribir más de lo que nunca lo hice, leo más que antes aunque solo fuere porque hay que leer lo que se escribe, y sigo leyendo al modo clásico bastante más de lo que antes lo hacía; disfrutando aparte, de un medio increíblemente ágil y eficaz cuyo poder me asombra cada día que pasa. Es como el padre de la niña del anuncio de Catalana Occidente: puede con todo, todo, todo. Lo del “Conseller” quedará como una historia más de política parda, aunque a veces mentir pueda hacer mucho daño. A él, le guardo un especial rencor por los bocadillos que su susto me privó por unos días, pero mi feliz ocurrencia del recorte de papel me devolvió el apetito.
P.D. Publicados los detalles, se supo que el proyecto de dotación de ordenadores para esta comunidad conllevaba una subvención compartida al cincuenta por ciento por ambos gobiernos, que no eran gratis total. Y visto después el resultado del destape de la podrida olla valenciana, cuando salieron tantos números a la luz pública, se entiende la actitud del conceller FdM. No sabía de donde sacar los duros, o lo que es lo mismo: “no teníen cap perra”, y la ocurrencia de la miopía les vino como anillo al dedo. O sea, que ellos veían bien. Lo veían todo clarísimo. Que no eran miopes, vamos.